Bear and the City: 48 – Pastillas

No había pisado mi nueva casa y ya me habían servido de pastillas. ¿Sería acaso una señal divina de alguna virgen de polígono industrial, de esas que tienen experiencias chamánicas con drogas? Fuera lo que fuese no tenía buena pinta y yo estaba entrando por la puerta grande y con orquesta incluida.

Mi plan para esa noche era un rollo introspectivo, donde las pastillas, los videojuegos y yo pasaríamos una noche loca y absurda. Pero no fue así. Este nuevo compañero al que vamos a llamar Ito” –yo me entiendo- tenía una novia a la que le iban tanto las pastillas como a él y a mí. Así que en el momento que todo subió y yo estaba matando marcianitos como un campeón, mi habitación fue invadida por una pareja con ganas de fiesta y un buen puñado de pastillas en la mano. “¡Tío! ¿Tú cómo te llamabas?” Las caras eran las típicas de un after a las dos de la tarde, sólo que a las nueve de la noche y sin música.

Me contaron lo que pretendían hacerme creer que era su vida. Si hay algo que te enseña la noche, además de que no hay nunca una última copa, ralla o pastilla que se precie, es a diferenciar a la buena de la mala calaña… y estos dos eran de la mala. Lo primero que hicieron en el momento del subidón de las pastillas fue poner a parir a la chica que alquilaba la casa. Por muy puesto que fuese, no hacían falta usar demasiadas neuronas –de las pocas que me quedasen sanas- para saber que todo lo que contaban eran mentiras. Más que nada porque la novia de Ito no vivía en esa casa y era la primera que vomitaba mierda a ritmo de samba. ¿No vives aquí y te conoces obra y milagros de una chica que sólo vive en la casa los fines de semana cuando llega de la universidad? No te creo, nena.

Pero bueno, estábamos puestos al máximo y lo peor que se puede hacer es joderse uno el pedo con malos rollos. Como a las seis de la mañana, cuando ya no quedaban más pastillas, estos dos, sin saber mi segundo nombre, ya decían que éramos los tres hermanos y que nos íbamos a querer toda la vida. Que siempre habían querido conocer a un gay tan guay como yo. Las crisis de amistad que producen las drogas siempre me produjeron mucha risa.

Lo único que saqué de esa noche, además de un puestazo de escándalo, fue una desconfianza total por este nuevo compañero de piso. No terminaba de entender qué había visto la dueña del piso en él para depositar tanta confianza en él, ya que además era él quien se debería encargar de guardar mi parte del dinero del alquiler, parte que, por cierto, desapareció sin darme cuenta y que, obviamente, había sido él quien se la había llevado para comprar todas las pastillas que nos acabábamos de meter entre pecho y espalda.


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