No podía entender cómo, después de haber dicho lo que me estaba pasando en el colegio, nadie quisiera tomar cartas en el asunto. Al menos nadie que tuviera la cabeza en su sitio. Si a mi hermana, dos años más pequeña que yo, le hubiera pasado lo que sea con algún compañero de la escuela, mi madre se hubiese presentado allí y se hubiera vuelto loca sacando ojos. Quizás lo mío no era tan grave. Además, siendo un niño, supongo que lo normal era arreglar las cosas como lo hacían “los hombres”: a palos. Pero eso no iba conmigo. Ya me hubiera gustado a mí ser de los que van repartiendo hostias porque sí.
Una vez escuché a escondidas una conversación de mi madre y mi padre. En esa charla ambos se acusaban de algo que, por aquel entonces, no terminaba de entender: “Si el niño es así es por tu culpa. Por tu familia.” Esa frase salía de boca de mi madre mientras mi padre se ponía a hacer aspavientos. Pero todo, como siempre, quedó ahí.
Terminé el colegio tras haber tenido que repetir un curso. Lo único que tenía claro era que, por mucho que pudiera gritar mi padre, yo no pensaba seguir estudiando, al menos en el instituto. Me negaba en rotundo a tener que seguir soportando la misma mierda que en el colegio solo que con caras nuevas. No sé qué gesto vería mi padre en mi cara. Sólo sé que aceptó el que yo no fuese al instituto. Los siguientes años pasaron de academia en academia, siempre a base de cursos de informática y administrativo.
Pero llegaron los catorce años y con ellos el descubrimiento del sexo. Después de llevar varios años escuchando hablar de pajas y demás asuntos llegaba la hora de experimentar. Si había algo de lo que estaba más que seguro era de que me pegaba todo el día caliente como una perra, rozándome hasta con las paredes. Tras descubrir los placeres de la masturbación entendí absolutamente todo. Ese pudo de ser quizás el peor shock de mi vida. No me excitaba viendo mujeres desnudas. Lo que a mí me calentaba era ver tíos, aunque estuvieran vestidos de esquimales… pero que fuesen tíos, por favor.
Así que era a eso a lo que se referían mi madre y mi padre en esa famosa conversación a escondidas. Intenté ir un poco más allá sacando temas de “maricones” –pues no conocía otra palabra con la que referirme a todo esto-. La reacción de mis padres era agachar la cabeza y cambiar de tema. Ese miembro de la familia el cual ya se sabía que era maricón era como el peor secreto a esconder para la familia, y para colmo para la familia de mi padre. Supe que era de su familia por el color rojo pasión de su cara siempre que esta persona aparecía en alguna conversación. En mi casa se hablaba de los maricones como si de gente enferma se tratara y eso debía de ser por algo. Con catorce años no se puede razonar demasiado y menos aún cuando vives en una familia en la que no existían los términos medios. O era bueno o era malo. Y ser maricón era malo… muy malo.
Por momentos me arrepentía de sentir todo ese deseo por los hombres, hasta que llegaba el sábado por la noche y ocupaba las noches en grabar trozos de películas eróticas de las que daban durante las madrugadas y en las que, muy de vez en cuando, aparecía algún hombre completamente en bolas. En pocos meses tenía una cinta VHS de tres horas repleta de penes de todos los tamaños y colores. En el momento que tenía la oportunidad de pulsar el botón ‘play’ del vídeo, el arrepentimiento se me iba por el rabo a fuerza de pajas.
‘Bear and the City’ – Síguelo desde el capítulo 1