Después de varios meses encerrado en un almacén y de poder ver a mis amigos casi con cuentagotas, había llegado el momento de intentar mover ficha. Si de algo había servido estar encerrado en ese lugar día tras día era para haber escuchado que, para convencer de algo a mi padre, sólo necesitaba que él lo viese útil. ¿Qué había que le pudiera molestar más que nada en el mundo? Gastar dinero en algo que no conociera. Por aquel entonces, las cuentas en el almacén todavía se hacían con papel y bolígrafo, ya que lo de informatizarlo todo estaba aún en proceso. Ahí fue donde yo metí la mano. Le comencé a hablar de lo carísimos que salían todos los programas de contabilidad. Mientras le comentaba de diferentes academias de informática en las que, pasados tres años, el último proyecto a superar era tu propio programa de contabilidad para empresas. La idea le gustó. Ahora venía la parte en la que yo no contaba para nada. A mi padre le tenían que entrar las cosas por el ojo, aunque no tuviera ni repajolera idea de lo que le estaban ofreciendo. Entonces eligió una de esas academias montadas por alguien que tenía la misma idea de informática que del ensamblaje de piezas de un avión. Menos mal que esa persona sin la más mínima idea se molestó en contratar a profesionales como profesores. Ahí comenzaba otra etapa más.
Otra vez más, caras nuevas, nombres nuevos, alguna gente con la que acabar haciendo buenas migas y otra con la que no intercambiar ni siquiera un “hola”. Lo normal. Las primeras semanas fueron de total adaptación. Además estaba haciendo algo que me gustaba y que se me daba bien, por lo que no me preocupé mucho en lo de hacer nuevas amistades. De todos modos ya me diréis qué clase de amistad se puede hacer cuando tu horario de vuelta a casa de todos los días –fines de semana incluidos- era las ocho y media de la tarde. Cuando la gente comenzaba a arreglarse para salir con los amigos, yo iba de vuelta a casa. Así que preferí volcarme de lleno en estas nuevas clases.
Estas primeras semanas de adaptación también eran clases de teoría casi al cien por cien, por lo que intercambié pocas palabras con nadie que no fuera el profesor. Fue una vez terminada la teoría que comenzara a relacionarme con la gente.
Dos días a la semana con horario de tarde. En invierno salía de noche de la academia y eso me gustaba. Era en ese trayecto nocturno de vuelta a casa que me sentía una persona normal, de esos con vida fuera de su habitación. Quizás fue ese bienestar el que hacía que me abriese con casi toda la gente de la clase. La verdad fue que tuve mucha suerte de caer en esa clase. La gente era bastante normalita y además se acordaban de tu nombre, cosa que siempre me había gustado bastante.
Entre toda esa gente había un chico que no hablaba demasiado. También era bastante malo con los ejercicios, por lo que me dio por pensar que ese era otro que se había apuntado por estar fuera de su casa, con la diferencia de que a él se le daba de pena todo eso. Este chico era mayor que yo, no sabía cuantos años. Siempre que tenía alguna duda me preguntaba a mí. Cuando me acercaba me recibía con una de esas miradas tipo barrido de arriba hacia abajo. En ese momento no me daba por pensar que yo le pudiera gustar, así que me limitaba a responder a sus preguntas sobre los ejercicios. Pero a medida que pasaban los días acabábamos por quedar siempre un poco más temprano para poder charlar y contarnos nuestras vidas. En esas conversaciones resultó que casi hablaba solamente él. Y no por abarcar, sino porque yo tampoco tenía mucho para contar. Este chico era bailaor y daba clases de flamenco a un grupo de chicas. Había dejado recientemente a su novia porque “esa historia no iba con su vida”.
No nos hizo falta decir nada sobre nosotros, dar ningún dato, porque ya nos habíamos dado cuenta de todo, él de mí y yo de él.
‘Bear and the City’ – Síguelo desde el capítulo 1
Imagen – Annick