Esa primera semana iba a ser imposible que pudiese viajar, ya que estábamos en pleno zafarrancho tanto en la nueva casa como en el trabajo, así que aproveché para escribir una carta a mi quizás todavía novio en la que contarle las nuevas noticias. Sabiendo que esa carta iba a ir directa a las manos de su madre tuve la precaución de escribírsela en francés. He ahí lo único positivo que saqué del colegio. Cuatro años de un notablemente alto nivel de francés. Y digo “notablemente alto” porque al llegar al instituto –esos seis meses de instituto que tuve- me encontré que el nivel del resto de la clase era el mismo que tenía yo en el primer año. La carta iba remitida con un nombre falso de chica para intentar despistar aún más. Pero el plan salió mal.
Ese fin de semana sonó el teléfono y resultó ser mi todavía novio. La charla que me soltó fue pequeña –estoy ironizando-. Me dijo que la madre, en cuanto vio la carta, subió a la casa, se la dio en la mano y le dijo que era una carta mía. El pobre tuvo que pasar el trago de inventarse un cuento en apenas unos minutos en el que demostrar que “esa chica” que escribía la carta existía de verdad. No hubo manera. Lo único que sirvió fue lo de escribirla en francés, ya que su madre no entendió un reverendo pijo. Ahí sí pudo inventarse la historia que le dio la gana sin tener que tragar saliva entre frase y frase.
Nunca entendí cómo, sabiendo que la madre le cortaba las alas a nada que apareciera mi nombre por algún lado, esa mujer supiese cada cuesco que me tirase. ¿Tan difícil era no contarle nada? Con lo fácil que hubiera sido hablar con la pared.
Después de aguantar reproches por casi diez minutos, tuve el placer de escucharle decir que tenía ganas de verme. Estábamos a escasos seis días de poder vernos. De repente, lo de vivir en otra ciudad, no era tan jodido.
‘Bear and the City’ – Síguelo desde el capítulo 1
Imagen – Mommie Dearest