Pero las historias con mi madre estaban lejos de acabar ahí. Ella siempre fue una mujer muy conflictiva. Escudada de por vida por la muerte de su primer hijo a los cinco meses de parirlo, el resto debíamos cargar la cruz de sus locuras y desplantes cada vez que a ella le diera la gana. Cualquier día era bueno para organizar un desmayo, una caída, una pelea… lo que fuera por tener algo de protagonismo.
Dentro de ese cúmulo de momentos existían los cómicos y los estúpidamente trágicos. Uno de los momentos cómicos lo vivió la chica que venía a limpiar a casa. Mi madre comenzaba a tener dolores en las manos provocados por la artrosis. Mi padre, ya que todos andábamos metidos en el negocio familiar, optó por contratar a una chica que se encargase de las labores de la casa. En mi familia siempre hemos sido muy charlatanes y abiertos, por lo que lo de hacer amistad con esta chica fue cuestión de días. Lo malo vino cuando mi madre le había dado santo y seña de cada mierda que se cocinaba en nuestra casa, siempre enfocado desde su punto de vista en el que todos éramos unos hijos de puta y ella era la mártir más grande que había parido madre. Esta chica nos contaba a mis hermanas y a mí todo lo que decía mi madre, como queriendo quitarse de encima el marronazo de cargar con cierta información que no era de su incumbencia. Pero un día estaba yo en el sótano viendo la televisión y escuché un “¡¡¡pero por Dios!!!” El grito era de la chica que limpiaba. Escuché que bajaba las escaleras a toda velocidad. Venía en mi busca para contarme lo que acababa de pasar. “¡De verdad, tu madre cómo es! ¡Pues no va y me dice ‘llevo dos días con dolor de cabeza, ¿tendré un cáncer?’! ¡¡Y se me queda tan ancha!! ¿Cómo haces para aguantarla?” Yo había empezado a reírme a carcajada limpia a la mitad de su conversación. La respuesta que tenía que darle era muy fácil: “Es que es mi madre”.
Pero como ya he dicho, no todo fueron momentos cómicos. Hubo una vez que realmente me asustó lo que fue capaz de hacer. Teníamos una perrita que se volvía loca con las pelotas de goma, por lo que teníamos la casa llena de pelotitas. Mi madre no se dio cuenta de que yo estaba detrás de ella. Yo tampoco sabía que estaba tramando algo. Una de las pelotas de goma estaba en un escalón. Mi madre bajaba las escaleras, se paró a la mitad del tramo, miró hacia abajo y vio la pelota. Tardó unos segundos en echar un pie adelante. Pero lo que hizo fue pisar la pelota y dejarse caer por las escaleras. Fue dando vueltas por un tramo de unos ocho escalones. Todos se sobresaltaron y fueron corriendo a ayudarle. Yo me quedé blanco y sin poder hablar. Empezaron todos a gritar, “¡Hostias, pero baja y ayúdanos a levantar a mamá!” Yo estaba inmóvil por completo. Abrí la boca y dije, “Se ha tirado ella. Lo juro. Ha pisado la pelota de la perra a conciencia y se ha tirado”. Nadie me creyó.
La historia de la pelota fue algo que me costó años para que me llegasen a creer. Menos mal que mi madre hizo méritos propios para que todos le creyeran, ya que sus numeritos no quedaron ahí.
‘Bear and the City’ – Síguelo desde el capítulo 1
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