‘BATC – Familia’: 04 – Matones de colegio

Había algo que me llegaba a joder por encima de todas las cosas y eso era que la gente del colegio se burlase de algo que yo ni siquiera sabía. Con el paso del tiempo descubrí que no todo fue culpa de la gentuza con la que tenía que lidiar todos los días, sino que mi familia tuvo la mayor parte de culpa en todo este circo. Vivir en una burbuja donde cualquier seña de homosexualidad era no sólo ignorada, sino escondida y pisoteada a base de reacciones inquisitivas, aderezadas todas ellas con altas dosis de un catolicismo excesivo e infumable, sólo servían para que yo fuese al colegio a diario y me preguntase lo mismo cada día: “¿De qué se ríe esta gente si yo no les he hecho nada?”

Con el paso del tiempo las palabras dejaron paso a los golpes. Gente que no era capaz de hacer la o con un canuto, una manada de mamarrachos que coleccionaban suspensos en la escuela por el mero hecho de tener que contar algo en sus casas, me pegaban por, según ellos, tener maneras de chica. Tal era el acoso que, recuerdo con toda exactitud, sólo pisé el baño del recreo una vez en todos esos años y fue porque me encerraron allí para hartarme a palos.

Allí nadie hacía nada. Ni los profesores movían un puto dedo, ni mis “casi amigos” se molestaban en decir nada a la panda de fracasados que repartía hostias por entretenerse en algo. Así que tomé el camino de en medio: dejar de ir a la escuela. Ya me resultaba suficientemente humillante tener que agachar la cabeza en clase, o salir a dar una vuelta y no poder entrar a los recreativos, ya que los animales en cuestión parecían vivir en ese antro y pasaba de que me hartasen a palos allí también. Aunque alguna vez pasó, para qué nos vamos a engañar.

Una mañana decidí no moverme de la cama. Cuando mi madre me preguntó si me pasaba algo, le respondí, “No voy a ir más al colegio. Hay un grupo de gente que me está pegando todos los días –no dije el motivo- y ya no quiero que me vuelvan a pegar más. Así que no voy a ir.” Mi madre puso el grito en el cielo y me preguntó que por qué no lo había contado antes. Mi respuesta fue inmediata, “Tampoco me habíais preguntado.” Mi madre, en vez de llamar al colegio, se lo contó a mi hermano entre gritos. ¡A mi hermano! Si había persona poco indicada para este tipo de momentos ese era mi hermano. El niño mimado y consentido hasta el punto de que, a sus dieciséis o diecisiete años, ya cargaba con problemas de alcohol y drogas. El objetivo de mi hermano fue el de presentarse en el colegio antes de la hora de entrar en clase y arrinconar al grupito en cuestión. Algo así como un papel de “misionero sicario”. El rol de matón de pacotilla siempre fue algo a destacar en mi hermano.

¿Y consiguió algo mi hermano? Pues claro que sí. Consiguió que me odiasen el doble en el colegio, que la poca gente que tenía algo de respeto se pasaran al bando contrario y que mis esperanzas de terminar el curso guardando aunque fuese un buen recuerdo se fuesen a la mierda en apenas media hora.

Ese mismo día se enteró mi padre de lo que había pasado, de que me pegaban en el colegio y de que mi hermano se había puesto a hacerse el Superman con los matones en cuestión. Tampoco se digno a llamar a la escuela para saber qué había pasado y si tenía solución.

‘Bear and the City’ – Síguelo desde el capítulo 1


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