En el instituto pude suspirar a gusto. El estirón que había dado en esos dos años fue un tanto bestial, cosa que me ayudó bastante. A ese estirón había que sumarle ese aire medio atormentado que me acompañaba a todos lados. Creo que fui el único de la clase al que no le hicieron novatadas. No estaba nada mal eso de ser la versión marica de Nelson, el matón de los Simpson.
Las nuevas amistades aparecieron de manera casi instantánea. Como era de esperar, y por mi edad, estas nuevas amistades surgieron con chicos y chicas de otras clases. Las primeras salidas los fines de semanas, las primeras copas, las primeras borracheras y las primeras confesiones. Creo que pocas veces me he sentido más a gusto. La gente me aceptaba como era. No lo entendían, porque eramos todos unos críos y por aquel entonces no se trataba el tema de la homosexualidad del modo que se trata ahora, pero daba igual, me querían y eso era lo que importaba. Yo no estaba enfermo y por fin estaba seguro de ello.
Ahora tocaba seguir creciendo y batallar con la familia, una familia que en parte no podía saber nada, que otra parte ya lo medio sabía y que cada vez me hacía la vida más complicada por ese mismo tema.
Una vez cumplidos los dieciocho se acercaba el momento de hacer el servicio militar -todavía era obligatorio-. Yo rellené todos mis papeles para ser objetor de conciencia, los mismos que se rompieron en mis narices en manos de mi padre. Un servidor se fue a hacer el servicio militar para «hacerse un hombre». Y nada de hacerlo en la misma ciudad. Mejor te vas a Ceuta.