Tener que volver a casa de tus padres es una mierda. Tener que volver a casa de tus padres con una mano delante y otra detrás ya son dos mierdas. Tener que volver a casa de tus padres con una mano delante y otra detrás y que tus padres estén igual ya son tres mierdas. Tener que volver a casa de tus padres con una mano delante y otra detrás, que tus padres estén igual y que, para colmo, se acaben de divorciar, dividiendo a la familia hasta el punto de casi tener que cortar al perro por la mitad y que toda esa tensión de mierda haya desquiciado a todo el mundo hasta el extremo de que el más cuerdo merezca estar colgado del pino más alto y sujeto sólo por los meñiques… eso fue lo que a mí me pasó.
Aquí había que agregar un pequeño punto que, mirándolo bien, era hasta gracioso. Yo no volví sólo a casa de mis padres -o mejor dicho, a casa de mi madre, pues mi padre ya se había ido a otro lugar con su pareja actual, ya que la vida con mi madre era insoportable hasta para las moscas-. El camino de vuelta lo hice acompañado por un reciente compañero de piso que tuve las últimas semanas después de haber roto la pareja. Un chico extranjero, heterosexual, que me endosaron los compañeros de la oficina donde trabajaba con la excusa de compartir gastos. Me voy a mantener en mi tesitura de no dar nombres ni procedencias para evitar comentarios desagradables por parte de nadie.
Una vez de vuelta en «el hogar familiar», ahora convertido en un páramo desértico, tocaba aguantar todo el peso de buscar de nuevo un trabajo, ayudar a este chico a que hiciera lo mismo y soportar a una madre cuyo único interés era la destrucción de toda persona que tuviese a su lado, incluyéndose en el paquete a ella misma.