Y de nuevo todo parecía funcionar. Tenía un trabajo de esos que no te dejaban parar un sólo minuto, que si perdías el ritmo un par de minutos ya ibas jodido para el resto del día, pero que me encantaban. Todo el día en carretera y de charla con unos y con otros. Era el rey de la fiesta. Además estaba muy bien pagado, por lo que no me privaba de nada. Retomé antiguos vicios, vicios sanos, como los videojuegos, y de vez en cuando les hacía una visita a los vicios malos, pero sin pasarme, ya que no quería hacer una estupidez y perder el trabajo.
Tal era la seriedad con la que llevaba el trabajo que, a los seis meses, en la primera renovación, me ofrecieron un pequeño ascenso que, aparte de un poco más de dinero, sólo me serviría para currar cuatro horas más… pero yo estaba encantado. Nunca habían confiado en mí hasta el punto de querer ofrecerme un ascenso, por muy cutre que fuese. Creo que no dejé oreja por contarle lo que me acababa de pasar. Motivado al mil por mil, sólo tenía que esperar a la semana siguiente para ir a hablar con los jefes y que me ascendieran a jefe de zona.
Se me ha olvidado contar que este trabajo me salió por un conocido, el cual necesitaba a un repartidor como respaldo para su grupo. Él estaba contratado por una empresa de trabajo temporal. Esta empresa ya le había ofrecido antes a él el mismo puesto que ahora me iban a dar a mí. Siempre que salía este tema, decía lo mismo: «Si no me pagan lo que quiero, no quiero el puesto». Mira por donde, aparecí yo, sin tanto impedimento y trabajando todo lo que el resto no quería después de la hora de fin de turno.