Creo que de cada amigo que he tenido puedo recordar alguna coletilla que les identificara. Por ejemplo, de este último que estoy hablando, él tenía dos coletillas y siempre las decía en el mismo orden. Su primera coletilla era, «Tío, he estado en la sauna y me he enamorado». Y su segunda coletilla era, «Pero esta vez es de verdad». Lo peor era cuando, una vez escuchabas la primera coletilla, se te ocurría adelantarte y cantarle la segunda. Aunque hay que reconocer que el momento era bastante divertido.
Hablando de coletillas, este amigo mío me siguió presentando a parte de su catálogo de amantes originales, hasta el día que encontramos uno que realmente me hizo tilín. Un osito pequeñín de estatura, con cara de vikingo y con todo el arte del mundo. Este vikingo, cuando me vio por primera vez, me hizo un repaso de los de subir y bajar la cabeza con el escáner encendido. Una vez terminó, sonrió y dijo «hola». Mi amigo hizo las presentaciones pertinentes y ambos se pusieron al día de todos los chismes que no se habían contado en los últimos meses. La coletilla del vikingo era todavía más curiosa que la de la sauna de mi amigo. Cada vez que de su boca salía el nombre de algún chico, acto siguiente repetía siempre -pero siempre- las mismas palabras, «nos conocimos follando».
Hablar con este vikingo era como ver una película porno de los setenta. Esos argumentos ridículos en las películas habían sido su realidad durante años. En este primer contacto he de reconocer que no tuve una buena impresión de este chico, demasiado listillo y sobrado. Pero el morbo es el morbo y acabamos intercambiando los teléfonos. No sé por qué me dio por pensar que esa sería la última vez que vería al vikingo. Supongo que al no haber sentido el más mínimo feeling en ese primer contacto hacía que mi interés por volver a verle fuera igual a cero. Pero a los pocos días llamó y vino a verme.