Llegados a este punto volví a tomar el camino de en medio. Al mejor de mis novios deseaba verlo colgado del pino más alto y por las pelotas. Imaginad lo que podía desear al peor. De nuevo me volví a hacer de un grupo de amigos hetero, algunos con sus novias. Gente de mi edad que también gustaba de la mísma música que yo, mi mismo tipo de cine y… cómo no… de las drogas.
Me resultaba curioso cómo las novias hacían ojos ciegos ante los pedos de campeonato que se agarraban sus novios. ¿Tan fuerte era el amor que no eran capaces de ver esas caras desencajadas por el éxtasis? El truco para que las novias no sospecharan era que ninguno de ellos debía pasar por los lugares donde se podían comprar estas drogas. Entonces ellas se relajaban y no les prestaban tanta atención. Ahí era donde entraba yo. Yo era la mala influencia que todos adoraban, sábado tras sábado con algún que otro domingo incluido. Todos quedábamos en el mismo bar de siempre y, mientras iba saludando a todos y a todas, aprovechaba para ir metiendo en los bolsillos traseros correspondientes lo que cada uno quería consumir esa noche, casi siempre pastillas.
Sin comerlo ni beberlo me había convertido en un camello de poca monta. En ese momento me dio igual… pero más adelante, como era de esperar, me acabó pesando hasta el punto de doler. Cada fin de semana era lo mismo: ir al centro «a por los encargos» -siempre cobrando de más, pero sin exagerar, que eran amigos-, repartirlos y pegarnos la gran fiesta. ¿Y cual era la parte que me terminaría doliendo? Resultó que toda esa amistad se limitaba a eso, a llevar a cabo sus encargos de mierda, por cuatro tristes duros, y no poder contar luego con ellos para hacer algo como ir a un puto cine. Cuando quise dejar de ser el recadero de nadie, obviamente, desaparecieron.
Muy fuerte, pero es la realidad