Bear and the City: 53 – Nada que te ate a esta ciudad

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Imagen extraída del blog 'Simon's Bear Art'

Pero no todo era malo. Esta nueva relación que estaba empezando a tener parecía funcionar muy bien. Los fines de semana que este chico se presentaba en mi casa fueron cada vez más seguidos. Incluso hubo una vez que llegué a la oficina y me lo encontré allí sentado hablando con mis compañeras. ¿A quién no le puede gustar eso?

Había feeling del bueno y había mucho más, pero yo procuraba tomarlo con calma. No quería dejarme llevar como todas las demás veces, abriendo los brazos y lanzándome al vacío para acabar recogiendo los dientes con una mano y tapándome la cara con la otra para que nadie viese que de nuevo había sido yo el del hostión.

Una cosa sí me pesaba mucho y era la cantidad de kilómetros que este chico se hacía con el coche casi cada semana por estar conmigo. Habíamos mirado combinaciones de trenes o autobuses, pero todas eran una auténtica mierda y acababa gastando más dinero de esta manera que viajando él con su coche. Luego, pensando egoístamente, una vez que entraba por la puerta se me acababan todos los males y de nuevo podía disfrutar de esa preciada calma que tanto me gustaba.

Pero hubo una vez –siempre con el puto “pero”, hostia- que este chico me partió el corazón en mil. Y cuando digo en mil no exagero. No pasó nada malo, al contrario. Ese día se había querido meter en carretera más temprano para así aprovechar más el fin de semana conmigo. Creo que no eran ni las doce del mediodía cuando aparecía por la puerta de la oficina. En un primer momento y por estar trabajando no me fijé bien en su cara. Mi jefa, al verme con la cara de poker, me dijo, “Anda, osito, a la cueva. Y ya no vengas esta tarde. Nos vemos el lunes.” Nos despedimos de todas las chicas y nos fuimos de una carrera al coche. Ahí fue cuando le miré bien. Unas ojeras como puertas y un gesto de agotamiento tremendo acompañaban a su sonrisa habitual. Dejó caer la cabeza hacia un lado, me acarició la barba y me dijo muy bajito, “Te quiero.” Señoras y señores, no necesité nada más. Me había enamorado. Necesitaba a esa persona en mi vida y él a mí en la suya.

Ese fin de semana fue estupendo como de costumbre. Nuestros cines, nuestras hamburguesas por kilos, nuestras copas y todo lo demás en lo que no entraré en detalles, como viene siendo costumbre en mí, volvían a ser motivo para olvidar todo lo malo que pudiese haber pasado nunca. Pero aún faltaba la guinda del pastel. Este chico, un rato antes de volverse a su casa, se sentó a mi lado y me dijo, “Oye, me encanta venir aquí contigo y lo haré todas las veces que hagan falta. Pero aquí no tienes más que una bolsa con ropa y tu ordenador. Por lo que he podido ver en este tiempo, no hay nada que te ate a esta ciudad. Lo mismo que tienes aquí lo puedes tener en mi ciudad. ¿Por qué no te vienes conmigo?”


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