Esa unidad de psiquiatría estaba “decorada” a conciencia. Todo muy gris, con pósters que vieron mejores días hace como veinte años y con una serie de pacientes esperando sacados del atrezzo de la peor película de terror. Ver esas caras consiguió que me hiciera una pregunta que me estuvo acompañado durante mucho tiempo: ¿De verdad yo me veía igual que ellos? Miradas perdidas, gestos de dolor, movimientos involuntarios… ¿Me vería yo igual?
Durante unos minutos sólo pensé en que llegase mi turno y salir corriendo de ese lugar tan espantoso. Llegó mi turno. La consulta en la que me iban a atender era un poco más grande que el aseo de un avión… y no exagero. Un cuchitril lleno de papeles, cajas y trastos en el que habían colocado a duras penas una mesa y dos sillas. Entró un chico joven con su bata blanca correspondiente. Dijo sólo un “hola” que sonó igual a que se hubiese quedado callado. Sin mirarme a la cara en ningún momento preguntó, “¿Por qué estás aquí?” Me dieron ganas de responderle, “De vacaciones, no te jode.” Pero en vez de decir eso, arranqué a llorar de manera desesperada y sólo dije tres palabras, “Odio estar solo.” El imbécil de la bata blanca siguió sin mirarme a la cara y me dio cita con el psiquiatra –con el de verdad- para dos días más tarde. ¿De verdad era necesario pasar por este gilipollas? Si ya venía con el volante por urgencias, ¿qué pintaba el niñato este? ¿Los que tienen que ir a psiquiatría también tienen que pasar un casting? ¿Y yo había pasado el mío o la siguiente cita sería sólo para ver qué tal me sentaba la camisa de fuerza? ¿Tendría las correas a juego con mi color de ojos o iría más con las ojeras?
Pasaron los dos días y volví a la sala de espera del terror. Parecía como si fuesen los mismos pacientes de dos días atrás los que siguiesen sentados en las mismas sillas. Al final iba a ser verdad que eran atrezzo. Llegó mi turno y pude conocer al que fue mi psiquiatra durante los siguientes meses. Un abuelete con cara de bueno y tono de voz fuerte y convincente. Los primeros minutos fueron los mismos que los de los días anteriores. Un llanto descontrolado y las mismas palabras sobre mi rechazo a la soledad. El psiquiatra supo desde el primer minuto de mi homosexualidad y de mis diferentes peripecias recorriendo España para nada. Lo primero que me dijo fue que esa parte del luto había que pasarla sí o sí, que era ley de vida nos gustara o no. Lo segundo que me dijo fue preguntarme sobre mis amigos y amigas y hacerme prometerle que tendría más contacto con ellos. Luego me recetó un arsenal de pastillas. Y para despedirse me dijo algo que todavía recuerdo a la perfección: “Sal con tus amigos. Mariconea. Arréglate, sal, liga y vuelve a mariconear. No te quedes en casa, hombre.” Me dio un apretón de manos bien fuerte y me dio cita para dos meses después.
Iba camino de la oficina y me di cuenta que las palabras del psiquiatra me habían encantado. Y que hacía un buen rato que no me preocupaba ni por nada ni por nadie que me pudiera hacer llorar. Tampoco tenía ganas de llorar.