Bear and the City: 67 – La «quizás» última definitiva

Esta vez no me iba a andar con miramientos. Quería un viaje de los que el no retorno tenía las mismas posibilidades que esos que vienen con billete de vuelta. Nuevamente whisky, hipnóticos, tranquilizantes y ración doble de antidepresivos. Durante unos segundos sentí miedo de esta decisión tan clara que había tomado. De nuevo un “no suicidio”, o lo que vendría a ser lo mismo, ‘la manera más cobarde de intentar suicidarse’.

La banda sonora de esta segunda noche iba a tono con el plan. Nada de pop, ni dance, ni hostias… sólo metal. De nuevo Marilyn Manson, esta vez acompañado de Slipknot. Mucho chat de osos en el que portarme como un cabrón como cada uno que se atreviera a decirme algo que no fuera “hola”.

Las pastillas comenzaron a desaparecer de dos en dos, de tres en tres, de cinco en cinco… diez… quince de un tirón. De la botella de whisky sólo me faltó masticar el cristal. De todos modos no hubiese sentido nada. En poco más de tres horas había terminado con casi 90 pastillas y la botella entera de whisky. Durante la última hora ni siquiera prestaba atención a la pantalla del ordenador. Sólo escuchaba música, o hacía que la escuchaba, casi sin poder moverme. ¡Bienvenido al infierno! No era dueño de mí. Mi cuerpo era sólo una masa de carne aplastada en una silla de mierda frente a la pantalla de un ordenador. Intenté levantarme para meterme en la cama, pero lo único que conseguí fue caerme de espaldas casi en plancha, hacerme un tajo enorme en la pierna con el filo de la cama y quedarme dormido en el suelo. En ese momento me era imposible pensar en que podría quizás no despertarme jamás. Me daba igual no despertar y la mancha de sangre enorme que estaba dejando en el suelo… con lo mal que sale la sangre.

Pero volví a despertar. Sábado. No quería salir del dormitorio y eso fue lo que hice. Asomé la cabeza por la puerta y vi que estaba sólo en casa. Se ve que mis compañeros estaban pasando el fin de semana fuera… o lo que sea… me daba igual. La ocasión era perfecta para quedarme en casa vegetando sin dar explicaciones a nadie. De todos modos el teléfono no iba a sonar y tampoco había quedado con nadie. Ahora sólo tenía que descansar e ir el lunes de vuelta al médico a por más pastillas.

Los dos días que pasé en casa me vinieron bien para recuperar un poco el aspecto de persona normal que no tenía desde hacía bastante tiempo. Fui de nuevo al médico, pero esta vez no pasó lo mismo de siempre. Por megafonía sonó mi nombre diciendo que entrase dentro de la consulta. Estaban dentro la médica de siempre acompañada del chico canario. ¿Pero este no estaba sólo los viernes, joder? Me habían pillado del todo. La médica no se andó con rodeos, “El viernes estuviste aquí y hoy lunes apareces de nuevo. ¿Qué has hecho con todas las pastillas? ¿Las estás vendiendo?” Agaché la cabeza y dije la verdad, “No, me las he tomado yo todas.” Al médico canario se le abrieron los ojos como nunca se los había visto y dijo la frase que acabaría marcando mi vida para siempre, “Lo siento, pero para volver a recetarte estas pastillas te vas a tener que ingresar en el hospital psiquiátrico y que uno de los doctores de allí te evalúe. Nosotros no podemos hacer nada con los intentos de suicidio.”

Había tocado fondo. Y lo peor era que había necesitado escuchar todo esto para darme cuenta. Ya no podía caer más bajo, era imposible. Ahora sólo podía hacer dos cosas, o subirme a la azotea de casa y dejarme caer –cosa poco probable teniendo en cuenta mis problemas de vértigo- o echarle cojones al asunto y salir de todo esto de una vez por todas.


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