El mal ya estaba hecho. Ahora tocaba subir, costara lo que costara. Durante esos días comprendí lo que dijo el psiquiatra acerca de lo de “dejar el tratamiento de golpe” y todo lo que podría acarrear. Lo que yo no había pensado era que a ese porqué tendría que sumarle las estupideces hechas durante las últimas noches. Sabía que lo que estaba por venir me iba a resultar duro. También sabía que sólo sería cuestión de tiempo, de días, quizás semanas, pero que acabaría pasando.
Al cuarto día de estar sin tomar pastillas comenzaron los problemas, los arranques de ira, la perdida total del control de las emociones. Esos problemas no eran nuevos en mí, por lo que no hubo nada que me hiciera sospechar en lo que estaba por venir. Por un momento imaginé que todo sería más o menos igual hasta estar “limpio”, pero no fue así. Igual que te sube una copa, una droga, igual es la bajada. Es como caer por una ventana. De repente estás bien y de repente estás mal… fatal. Cualquier sonido, por suave que fuese, pasaba a ser el peor de los ruidos. Si el teléfono sonaba casi podía escupir el corazón. Una puerta que se cerrase, pasos en el piso de arriba, un crío hijo de puta que le daba por tirar petardos en la plaza de debajo de mi ventana… todo desembocaba en un golpe de pánico que llegaba a producir incluso dolor físico.
La primera semana fue de absoluto terror. Sólo podía estar tumbado. Al intentar levantarme no podía mantener la cabeza erguida. Todo mi cuerpo vivía en un continuo temblar que no paraba en ningún momento. Así que este era el famoso “mono”. Las noches eran interminables. Lo único que hice durante esas noches fue ver la misma película una y otra vez, hasta que casi al amanecer caía dormido casi por agotamiento, pero nunca más de dos o tres horas. Siempre había un ruido que me hacía despertar sobresaltado y provocando otro ataque de pánico. El primer pensamiento de cada mañana siempre era el mismo, “Otro día entero por delante. ¿Podré soportarlo?”
Una vez pasó la primera semana vi que casi había dejado de temblar. Era el momento de dar un paso adelante y probar a tener contacto social. Lo bueno del chat de osos era que siempre había gente interesante con la que poder charlar y, algunas veces, hasta estaban cerca de tu casa. A uno de esos chicos tuve la oportunidad de conocerle como un mes atrás. Un café, una cerveza y poco más. Simpático, un poco subidito, todo gracias a un cuerpo bien trabajado en el gimnasio, pero buen tío. Este chico no sabía nada de lo que había pasado y en cuestión de un par de días le actualicé la base de datos al 100%. El único motivo de semejante actualización fue que yo no estaba para muchos ruidos, así que prefería ir con la verdad por delante antes de verme en una situación incómoda en un momento como el que estaba viviendo. Este chico aprovechó mi confesión para hacer la suya. Se retrató como un tío demasiado tímido que había preferido crearse una imagen de inalcanzable antes que darse a conocer como realmente era. Me dijo de ir a su casa a ver alguna película y que así aprovechase para ver qué tal se me daba lo de volver a salir a la calle. Este chico hablaba con toda la naturalidad del mundo. Incluso se permitía el lanzar pequeñas bromas para hacer la conversación más fácil. De mi casa a la suya había poco más de diez minutos andando. Me vestí y me lancé a la calle.
¡¡¡Meeeec!!! ¡Error! Mi habitación si era algo que yo más o menos podía dominar, pero la calle es algo diferente… muy diferente. De repente todo eran ruidos insoportables, gente corriendo, ¿por qué me miran todos? Eché a correr preso del pánico y me planté en casa del grandote en apenas cinco minutos. Cuando me abrió la puerta se dio cuenta de que yo no estaba tan bien como pensaba.