La época dorada familiar vino con la separación y posterior divorcio de mis padres. Esa separación me pilló viviendo en otra ciudad con una pareja. Una relación de dos años que no me aportó nada y que sólo me sirvió para descubrir hasta qué punto se podía llegar a ser superficial a cambio de un euro de mierda.
Resultó que mi madre había hecho méritos propios como para que mi padre, bien chapado a la antigua, se fuese de casa pegando un portazo y diciendo aquello de “quédate con todo con tal de no verte la jeta jamás”. Igualmente era mentira, ya que si había alguien que tenía todas nuestras pertenencias, ese era el banco.
La empresa familiar que antaño nos había llevado a ser una familia bien, ahora pasaba por sus peores momentos. El punto negro resultó ser la costumbre de mi padre de ocultar los problemas en casa, de forma que, cuando todos nos enteramos de lo que por allí se cocía, resultó que estábamos todos ahorcados, muertos y enterrados.
A todo eso había que sumarle una madre histérica y destructiva con todo su entorno, sin propósito alguno que no fuese su propio bien, costase lo que costase. Por aquel entonces fue cuando yo volvía acompañado de aquel que me desvalijó la casa. Mi madre ya se había encargado de echar a mi hermana pequeña –ya mayor y con su novio-, poniéndole las maletas en la puerta y cerrando cada puerta y ventana a conciencia, por si acaso se le ocurría entrar saltando por algún lado. Lo que mi madre no se esperaba era que mi hermana viese el cielo abierto y se fuese a vivir con mi padre, que vivía a escasos diez minutos en coche.
Pero, claro, tanta cercanía sólo podía traer más desgracia, y era el hecho de que mi madre pasara cada dos por tres por el negocio familiar, a montar jaleos y a intentar sacar de quicio a un padre que no había tardado ni diez segundos en encontrar a alguien que le calentara la cama de nuevo. Así que la guerra estaba, como siempre, servida.
‘Bear and the City’ – Síguelo desde el capítulo 1
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