Volví a mi casa con la cabeza bien alta y viví unos de los mejores años de mi vida. Nuevas amistades, nuevas parejas y muchas noches en vela bebiendo y bailando mientras me recorría media España. Durante ese tiempo no había nada imposible. Tenía mi trabajo de transportista con el que me pegaba el día entero en la carretera y encantado de la vida. Los fines de semana eran un no parar de bares y discotecas con unos amigos a los que en la vida voy a poder olvidar, aunque esa es otra historia.
Sólo me faltaba una espinita por sacarme y era la de escuchar a mi padre disculpándose por todas las barbaridades que dijo e hizo en su día. Para mi desgracia, lo único que encontré fue un «eso es mentira» y un «eso no lo he dicho yo nunca». Se ve que la virtud de la negación y el olvido era algo que me venía de familia.
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